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Editorial. De hombres, mujeres y niños

Editorial. De hombres, mujeres y niños
EFE/EPA/ANDY RAIN

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La tiranía de todos contra todos y la servidumbre universal

Está muy bien que cada cual se perciba a sí mismo como mejor le parezca, lo que ya puede ser más discutible es que uno tenga derecho a imponer a los demás cómo deben percibirle a él, es decir, que la percepción que uno tenga de sí mimo sea obligatoria para los otros, porque dicha obligación supone un cercenamiento de la libertad de pensamiento y de la libertad de expresión de los demás, y produce un inevitable conflicto jurídico en cadena de difícil solución.

Todos tenemos derechos y obligaciones, pero si el concepto que cada cual pueda tener de sí mismo –fundado o no- debe imponerse a los demás, que a su vez tienen el mismo derecho y proyectan idéntica obligación sobre los otros -y así sucesivamente- nos dirigimos a algo peor que el estado de naturaleza de Hobbes.

Es quizás la primera vez que esto sucede en la historia. O no. Diocleciano, el emperador cruel y paranoico retratado por Tácito, llegó a proclamarse dios en vida, y obligó a los romanos a tratarle como tal (luego, cada romano, que ya tenía costumbre, se daba la vuelta y murmuraba “otro chiflado más”).  Hay otros casos. Pero la diferencia ahora es de volumen, que no es poca cosa en un planeta de 8.000 millones de personas. En el Imperio romano solo uno tenía ese derecho y todos los demás –como súbditos- idéntica obligación, pero ahora la cosa se complica. Imaginemos que cada uno de los ocho mil millones de habitantes decide obligar a todos los demás a que le perciban de manera distinta a lo que la naturaleza obró. Por ejemplo (a esto se llama ahora “transespecismo”) un conductor de tuc-tuc balinés (motocarro en el que caben dos o tres y el conductor) exige que los clientes le perciban como león africano, pero estos a su vez quieren ser percibidos como gacela, como cocodrilo y como gusano, respectivamente. ¿Se comerá el león a la gacela, cuyos restos serán devorados por el cocodrilo, mientras el gusano se metamorfosea en mariposa y alza el vuelo para salvar el pellejo?

Pongamos un ejemplo menos rijoso y que ya se ha producido en Canadá: un depravado de setenta años dice ser una niña de seis, se pone un tutú de ballet, agarra una muñeca (treta sexista donde las haya) y consigue ser admitido en una escuela infantil para compartir aula y juegos con niñas de verdad. No es un cuento: es real. Ese señor, que no resiste un examen psiquiátrico, ha conseguido imponer la percepción que tiene de sí mismo no solo al sistema educativo de un estado estúpido sino también a los padres de las pequeñas alumnas y a ellas mismas. Este sujeto se ha convertido en tirano y los demás en sus súbditos. Ahora bien: ¿y si las niñas dijeran percibirse a sí mismas como señores de setenta y pidieran no solo la pensión de jubilación correspondiente sino también expulsar de su clase a ese perturbado disfrazado de bailarina? ¿Cómo dirimir el aparente conflicto jurídico? Nunca lo obvio tuvo que ser más explicado que ahora. Un hombre es un hombre, una mujer es una mujer, un niño es un niño, un viejo es un viejo, un loco es un loco y un transexual es un transexual. Y un sistema de libertades es un sistema de libertades.

Cuando Calígula (dato este discutido por los historiadores) decidió designar senador o cónsul a su caballo, que se llamaba Iniciatus, no pretendía tanto que los demás percibieran al equino como persona miembro de una honorable estirpe de patricios, cuanto despreciar a los senadores y humillarlos ante todo el Imperio, es decir, que se supieran súbditos. De ser cierta la historia, es la máxima expresión de la mentalidad del tirano.

Sería curioso que un matemático, permutaciones y combinaciones en mano, calculara el número de conflictos jurídicos que, en un planeta de 8.000 millones de seres humanos, pueden llega a plantearse en caso de que se generalice esa pretensión anti fáctica –el derecho puede decir lo que quiera pero las cosas son lo que son- de que cada cual pueda obligar a los demás a percibirle de una determinada manera que además es cambiante y caprichosa.

Todos seríamos tiranos de todos, lo cual significa que todos seríamos súbditos.

La cuestión no es banal. Y no es ya la vuelta al lugar donde según Hobbes la vida es «solitaria, pobre, asquerosa, bruta y corta” (Leviatán). Es vivir en un “estado de naturaleza” contra la naturaleza misma, es decir, un contraorden antinatural donde ni los designios de la naturaleza pueden ya establecer los fundamentos mínimos de una “guerra de todos contra todos” (De Cive).

Imponer a los demás la percepción que uno tiene de sí mismo es el primer escalón hacia la tiranía de todos contra todos y el camino directo hacia la servidumbre universal.

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