La intromisión del orgullo gay
Es realmente insoportable, y está por todas partes. Va uno a coger el autobús, y en la mampara de la parada hay un anuncio con la banderita del día del orgullo gay salpimentada de imágenes de transexuales y de elles disfrazados de variado esperpento. Sube uno al autobús y se topa, colgado de la barra a la que uno debe agarrarse para no caer en la primera curva, con una pegatina del orgullo gay y alguna frase locuaz (o locuela) que increpa al viajero a manifestarse y subirse a alguna carroza con todas, todos y todes. Baja uno del transporte público y se encuentra con la fachada del Ministerio del Interior, de la que penden dos inmensos pendones (claro) del orgullo gay que cubren, a derecha e izquierda, el palacete de Castellana 5. Sube uno por la calle Génova y se da de bruces con la sede del PP iluminada no por “las luces” del saber sino por los colorines del orgullo gay (¡ay, cuando el arco iris era universal y llegaba a todos los corazones, entre la lluvia y el sol!). Sigue uno su camino hacia Sagasta y se cruza con un grupo de amigos del orgullo que pululan la calle con sus correajes de charol y sus gorras de falso policía y sus carnes magras expuestas a la tórrida intemperie. Entra uno entonces -en busca de eso que ahora llaman un refugio climático– en la cafetería de siempre de Alonso Martínez y le ponen, junto al café, sobrecitos de azúcar con la bandera del orgullo gay (por favor, póngame sacarina). En la televisión del Bar, un canal, la Sexta, emite con su logotipo teñido por el arcoiris del orgullo. Luego, vuelve uno a casa (pasando nuevamente por la calle Génova, por el Ministerio del Interior, por la parada de autobús) y se cruza con el Ministerio de Industria, de cuya fachada cuelga, qué original, como no, una enorme bandera…del orgullo gay. Ya en casa, pone uno Antena 3 que, como la Sexta, también ha teñido su anagrama de colorines del día del orgullo gay. Telemando en mano, vamos cambiamos de canal en canal: la 1, la 2, la 3, la 4, la 5, la 6, la 7, la 8, la 9, la 10…todas las cadenas son estos días todes, y en las tertulias, los telediarios, los magazines y los concursos, aquí y allá, como si no hubiera un mañana, salpicándolo todo, en una ocupación sin precedentes del espacio público, la unánime y variopinta aparición de transexuales, de fluidos de todo tipo y de representantes de las más insospechadas variantes de lo LGTBIQ+ (por cierto, es curioso, al parecer no existen los Dragg Men).
No; el día del orgullo gay no es un día para sentirse especialmente orgulloso del sentido critico y de la libertad de conciencia de eso que ahora llaman la ciudadanía y que antes eran sencillamente los españoles (que eran todos distintos, anárquicos, ingobernables e individualistas). Esta tsunami del orgullo gay nos está tumbando como nación. Y deja al descubierto el carácter gregario y la predisposición a la servidumbre de quienes mandan (en la empresa, en la universidad, en los medios de comunicación, en la política, en todo) en este país que ya parece un rebaño de personas domésticas, mansas y dóciles.
¿Alguna vez habíamos alcanzado tal grado de uniformidad y sumisión? ¿Alguna vez se había hecho civilmente obligatoria una adhesión tan extrema a una causa política desde la postguerra? Ni los hijos del franquismo (todos los nacidos antes de 1975) ni los de después habíamos vivido, desde la adhesión inquebrantable al régimen de los primeros tiempos, nada parecido.
No buscan la tolerancia; exigen la militancia.
Lo siguiente será sacar a la calle mesas petitorias, con señores vestidos de marquesas y marquesas vestidas de señores que agitarán las huchas arcoíris para que sufraguemos la causa de la diversidad.
Esos falsos mendigos cotidianos que nos limpian intimidatoriamente los parabrisas en los semáforos de Madrid, con sus enormes abrigos de paño, sus pies descalzos y sucios y sus pantalones roídos, se van a quedar cortos, muy cortos, cuando salga a la calle esta nueva legión de las carnestolendas.
El negocio del día del orgullo.