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El activista conservador

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El activista conservador

Si queremos un poste blanco, recordaba Chesterton, no podemos conformarnos con dejarlo como está, porque con el tiempo y los avatares del clima y la contaminación, acabará perdiendo su blancura. El conservador que lo quiere blanco como el primer día, por tanto, estará repintándolo regularmente, y su presunta ideología será mera coartada para la pereza si se queda en un “no la toques más, que así es la rosa”.

Que todo degenera es un lugar común, que la entropía acecha y nos obliga a una incesante vigilancia diligente. Todo conservador, para ser coherente, tiene que tener algo de restaurador, incluso de activista.

Más curioso y alarmante es otro fenómeno visible de la entropía: dejadas a su suerte en este bajo mundo, las cosas -las instituciones- no se limitan a degenerar, en el sentido de estropearse, sino que tienden a menudo a convertirse en lo contrario de aquello para lo que fueron creadas, en una fatal heterogénesis de los fines.

La paradoja está a la orden del día, por todas partes. El arma nuclear es un invento de devastadora destrucción, pero por eso mismo fue durante décadas instrumento de una paz relativa entre imperios. Los sindicatos, nacidos como oposición al poder, son hoy sus funcionarios en lo laboral, los encargados de amansar a los trabajadores. La prensa, que se ufanaba en controlar al gobierno, hoy le hace el trabajo sucio de ocultación y propaganda. La izquierda, adalid de los obreros, ha acabado defendiendo las cosas que más perjudican y menos gustan al proletariado. Las grandes empresas, de hecho, se han lanzado a una exasperante carrera para reivindicar el nihilismo izquierdista y cambiado el halago a su cliente por el sermón continuo.

Hoy lo que empezó como una lucha por la igualdad racial ha acabado en muchas partes en una nueva segregación y a la condena implacable de una raza, de millones de personas juzgadas por el color de su piel, en revancha.

Pero quizá la paradoja más espectacular, tan grande que muchos ni siquiera ven, es la de la democracia engendrando su perfecto opuesto: el pueblo nunca tiene la razón. Aún no se les cae de la boca la palabra, pero se ve en el gesto que le han cogido asco al concepto. Si democracia es la idea de que el común es lo bastante sabio como para saber lo que quiere y regirse a sí mismo, hoy se le juzga demasiado estúpido para educar a sus propios hijos, para comprar y vender y alquilar, para tomar decisiones sobre su salud y la de los suyos. Es un niño no especialmente despierto al que hay que retirarle los objetos punzantes y, por supuesto, al que no hay que permitir que tome por su cuenta ninguna decisión importante salvo, quizá, las pertinentes al sexo, que el poder considera un juguetito con el que amansarle y mantenerle distraído.

Sucede así que los mandatarios que se arrogan la facultad de ponerle nota a las democracias, como Ursula von der Leyen, no han sido elegidos por electorado alguno o, como Macron o Biden, suscitan entre sus gobernados un entusiasmo perfectamente descriptible, mientras se pone en solfa y se cuestiona la legitimidad democrática de líderes con un apoyo extraordinario de sus conciudadanos, como Orbán o Bukele.

El precio de la libertad es la eterna vigilancia, el poste debe blanquearse una y otra vez para que siga siendo blanco. Pero la pereza y el olvido son la maldición de los pueblos prósperos.

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