Vergüenza torera
Honor se ha vuelto una palabra grandilocuente y, las más de las veces, un tanto teatral. Pero vergüenza mantiene su potencia; tanto, de hecho, que hemos convertido su ausencia en uno de los insultos más poderosos de nuestra lengua: sinvergüenza.
La vergüenza es ese mecanismo interno que nos disuade de la vileza, de esas conductas que hacen que no nos podamos mirar al espejo.
Es, también, la última esperanza del súbdito cuando carece ya de medios para frenar los desmanes del poderoso. Esperamos que el gobernante, si no se abstiene de determinadas conductas por el propio interés, por la virtud o por la amenaza externa, lo haga, al menos, por la vergüenza.
Por eso es tan grave, tan desesperado, que nuestros políticos parezcan, en una proporción asustante, carecer por completo de vergüenza, que no balbuceen al repetir sus viejas mentiras ni enrojezcan al perpetrar sus traiciones. Que sean tantos de ellos unos psicópatas o, por decirlo con el vulgo, unos completos sinvergüenzas.