A vueltas con el cuento
‘El traje nuevo del emperador’, el cuento de Andersen que tanto juego da en nuestro tiempo, debería tener un final abierto, acabar con el grito del niño de que el emperador está in púribus, y que cada lector imagine lo que pasa después, según gustos, temperamentos y experiencias vitales.
Andersen, sentimentalón, nos quiere hacer creer que la masa se da cuenta súbitamente de que lo que cada uno ve es real y todo acaba en risas. Personalmente, siempre he creído más probable que la masa se lanzara sobre el niño por dejarles a todos como crédulos o cobardes y le despedazara antes de seguir alabando el magnífico atuendo imperial.
Pero hay otro final, más condigno de nuestro tiempo: el emperador, que sabe perfectamente que está en pelotas, no solo manda detener al niño, a quien acusa de un delito de odio y de desinformación, sino que obliga a todos los prohombres de la comunidad a ensalzar las vestiduras del monarca.
Porque ese es el supremo gozo del Príncipe, construir su realidad y forzar a los otros a compartirla. No le basta con hacerles repetir opiniones cuestionables: necesita que sean mentiras, claras y evidentes, para humillar a la plebe y probar su complicidad absoluta.