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El cuento del nuevo rey

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El cuento del nuevo rey

Aquel pueblo, como Israel en tiempos del profeta Samuel, quería un rey. Así que los cuatro personajes principales de la comunidad se reunieron para elegir al monarca que habría de gobernarla.

El primero de esos personajes era el Juez. A pesar del nombre, no se limitaba a dirimir conflictos siguiendo la ley, sino que era quien tomaba las decisiones que afectaban a todos, lo más parecido a un gobernante que tenían, un gestor de la cosa pública.

El segundo era el General. Lideraba las tropas que mantenían a raya a los reinos vecinos, reprimían las revueltas y forzaban el cumplimiento de las sentencias del Juez.

El tercero era el Banquero, el hombre más rico de la comunidad, quien con astucia y diligencia había acumulado una gigantesca cantidad de oro, que prestaba a interés.

Y por último estaba el Sumo Sacerdote, la máxima autoridad de su religión, rector de la moral y superior de una cohorte de sacerdotes que escudriñaban los arcanos y especulaban sobre doctrinas y nuevas ideas.

Hablo primero el Juez: “Lo más natural es que sea yo el elegido como rey. Al fin, sería poco más que solemnizar y dar mayor peso y claridad a lo que ya soy. Nadie tiene tanta experiencia de gobierno como yo, nadie conoce mejor las necesidades de nuestro pueblo”.

El General respondió con un gesto desdeñoso: “Sin mis lanzas, eres solo un funcionario impotente, Juez. Un verdadero rey es otra cosa, debe ser un guerrero al frente de sus tropas. Ahí está el verdadero poder, en el filo de la espada. Yo, al frente de mis soldados, soy quien convierte tus decisiones en órdenes inapelables”.

El banquero terció, sonriendo irónico: “¿Y te serían leales esos soldados si no les llega la paga? ¿Con qué dinero les armas, alojas, equipas y alimentas? Yo te lo diré: con mi oro. Con él mañana mismo podría levantar un ejército el doble de poderoso que el tuyo. Mi oro es lo que construye los puentes y los caminos que decide el Juez, mi oro es el verdadero poder detrás del vuestro. Yo debería ser el rey, rey de un reino próspero”.

Todos se volvieron entonces para mirar al único que todavía no había hablado, el Sumo Sacerdote, que lo hizo después de una pausa. “Ese oro tuyo, banquero, solo tiene valor porque hemos acordado que lo tenga, y así represente ganado y tierras y herramientas y casas. Si no creyésemos en ese valor, no sería más que una piedra brillante. Tu poder, pues, se asienta en la fe, en las ideas, y ese es mi terreno. Nosotros, los sacerdotes, decidimos qué es bueno y qué es malo, qué abomina la gente y qué anhela”.

Y continuó: “Habláis de poder, pero lo hacéis como niños, con la idea del poder que podría tener un niño. ¿Qué quedará de tus decisiones, Juez, en unos años, en unas generaciones? ¿En qué cambiará a nuestro pueblo tu espada, General, o tu oro, Banquero, si no es en aplicación de ideas que hayamos creado y popularizado nosotros? La conciencia que tu oro no puede comprar, que tu espada no puede amenazar, que tus decisiones no pueden alterar, esa, es nuestra”.

La reciente reunión en Davos del Fondo Monetario Internacional, tras años de locura pandémica y en medio del empobrecimiento que está trayendo la ‘lucha contra el Cambio Climático’ está resucitando la vieja pregunta de quién gobierna el mundo. ¿Lo hace el poder político, el poder evidente y formal? ¿Gobierna Sánchez, por aplicarlo a nuestro país?

En apariencia, sí. El poder político aprueba una ley y esta se cumple. Tiene los recursos para hacerla cumplir. Pero esos líderes políticos son individuos que, especialmente en regímenes democráticos, tienen el incentivo natural de querer asegurarse su futuro económico, por no hablar de lo caras que son las campañas electorales y la compra de voto indirecta del clientelismo. Así que tendría sentido que se plegaran a los dueños del dinero.

Hemos visto en estos años una unanimidad, cuanto menos, sospechosa en las medidas que se aplican en un país tras otros. ¿Por qué una hipótesis cada vez más cuestionada como el cambio climático antropogénico condicione todas nuestras leyes hasta el punto de sacrificar nuestra prosperidad? ¿Por qué durante la ‘pandemia’ virtualmente todos los países aplicaron idénticas medidas, aunque muchas de ellas se demostraran luego ineficaces, cuando no directamente nocivas? ¿Por qué de repente se aplica una política migratoria claramente lesiva para los países que acogen y que jamás se le había ocurrido a ningún gobernante hace solo unas pocas décadas? ¿Por qué la consideración de la homosexualidad, la definición de los sexos y la concepción de la familia han cambiado radicalmente en los últimos años sin que el cambio parezca aportar ventajas evidentes a la sociedad?

Todas las grandes ideas que gobiernan nuestro mundo no han surgido de un parlamento o una sede oficial, ni en un consejo de administración, mucho menos en un cuartel: todas ellas han nacido en una universidad o en el escritorio de un intelectual, el moderno sacerdote.

Pero ese intelectual, quizá originariamente oscuro, está, a su vez, sometido al Juez, al General y al Banquero, lo que da idea de lo inasible de la idea misma del poder y su irritante circularidad.

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