El psicópata
El motivo de mayor peso para ser monárquico es el dogma del Pecado Original, es decir, la idea de que el hombre es un ser caído con inclinación al mal.
Naturalmente, me estoy refiriendo a la monarquía de verdad, no a ese trasunto de mentirijillas que es como llevar en Halloween una corona de Burger King, la ‘monarquía constitucional’ donde el rey ‘reina pero no gobierna’. Esta frase ha tenido mucha fortuna y se repite como si se dijera algo inteligible, y no: durante miles de años, reinar y gobernar han sido sinónimos, como ya le dejó claro el Papa Zacarías a Pipino el Breve.
No es que esta charada de compromiso sea del todo inútil: nos evita, para empezar, una república, que en este suelo nuestro se da mal. Pero no deja de ser el pasador de corbata de Gucci de España, una concesión a la nostalgia histórica. Útil, en fin, pero no monarquía.
Pero vuelvo al principio, literalmente: el poder y el Pecado Original, un dilema que no acabamos de arreglar. Hablaba Hughes en La Gaceta de la Iberosfera uno de estos días de la tendencia natural a que nos gobiernen psicópatas (o sociópatas, tanto da), y que podría ayudarnos a entender uno de los grandes misterios de nuestro tiempo: cómo es posible que, en un régimen en el que el pueblo puede deshacerse cada cuatro años de sus malos gobernantes, la democracia-que-nos-hemos-dado, tengamos líderes que nos odian, o actúan como si lo hicieran.
Al hombre corriente le gusta, naturalmente, estar arriba y mandar, pero también le interesan muchas otras cosas, como jugar al mus con los colegas, echar unas risas, o coleccionar sellos. Tiene defectos fatales como la empatía y la compasión, y así no es competencia para la diabólica concentración del sociópata, que puede subir más rápido sin esos lastres de humanidad.
Un rey (de los que reinan y gobiernan) puede, naturalmente, ser un psicópata. Pero puede no serlo, no tiene más o menos probabilidades que cualquier ciudadano elegido al azar porque, de hecho, es un ciudadano elegido por el azar. Puede ser un malvado, pero puede ser un santo, porque no ha elegido mandar, sino que ha sido destinado a ello desde su nacimiento. El político que se postula, en cambio, es alguien que busca activamente el poder, y eso es ya un signo, cuando menos, peligroso. En el raro supuesto de que esté movido por los más nobles intereses de servicio público, esa coartada que todos recitan, será honrado y veraz, y así no hay manera de escalar en el partido. La honradez y la sinceridad en un político de partido equivalen a querer ganar una pelea callejera siguiendo las reglas del Marqués de Queensbury.