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La invasión

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La invasión

Una de las principales razones para abogar por un Estado limitado es la obstinanda pervivencia de la ley de las consecuencias no deseadas. Cualquier ley, decreto u orden ejecutiva equivale a darle a una bola de billar en una mesa infinita llena de otras bolas, y aunque calculemos con la máxima precisión la fuerza y la dirección del golpe y, efectivamente, logremos dar a la bola que queremos mover, es imposible calcular cómo el movimiento afectará a todas las demás bolas.

Así, cosas evidentemente buenas como es crear un sistema sanitario que subvenga a las necesidades de salud de todos los ciudadanos puede generar incentivos perversos, como el descuido de hábitos saludables que supongan un sacrificio. Uno tiende a ser más negligente con su salud si sabe que, en caso de caer enfermo, se le sanará sin coste alguno.

Pero lo que estamos viendo ahora con muchas otras medidas políticas de enorme peso y alcance que se aplican, además, en todo Occidente, es de una naturaleza mucho más desconcertante, porque nadie con dos dedos de frente podría imaginar un resultado positivo; más: un resultado que no sea desastroso.

Una de las principales es la promoción activa de la inmigración ilegal masiva del Tercer al Primer Mundo. No se me ocurre un escenario realista en el que algo así pueda acabar bien, o incluso de forma inocua. Es, sencillamente, concluir implícitamente: “Este pueblo no nos gusta: vamos a importar otro”.

Decía Maeztu que ser es defenderse, y es universalmente sabido que el instinto más poderoso es el de autopreservación. Los seres se resisten a morir, y aquí se incluyen las sociedades y naciones. Incluso darle el nombre de ‘inmigración’ es engañoso y parece querer conjurar la visión de individuos aislados que llegan a un país huyendo de la persecución, la guerra o la miseria para integrarse como huéspedes en la nueva sociedad, aceptando nuevas lealtades.

Pero el ser humano no es una pieza de Lego, perfectamente intercambiable. No existe el hombre sin atributos, sin ese complejo entramado de idioma, saberes, creencias, costumbres, afectos y lealtades que llamamos ‘cultura’, y no va a renunciar al propio sin fortísimos incentivos que, evidentemente, nuestras sociedades ni ofrecen ni pretenden.

El choque es inevitable, por más que el condicionamiento psicológico de la propaganda continua nos adormezca o paralice. Tarde o temprano el nativo advierte la amenaza, se da cuenta de que le están robando la nación, y reacciona, no siempre pacíficamente. La historia y la geografía están llenas de ejemplos.

Sin un brusco y radical golpe de timón -y, quizá, incluso con él-, las escenas que estamos viendo ahora en Irlanda se irán haciendo más habituales en todo Occidente, subiendo probablemente en intensidad a medida que la población nativa se enfrente cara a cara a su extinción y, con ella, a la de su nación.

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Del ToroTv

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