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Una nueva amnistía, un nuevo error histórico

Una nueva amnistía, un nuevo error histórico
 

En política, hay dos formas de afrontar las situaciones críticas: por la vía de la eugenesia o por la vía de la terapéutica. La primera de las vías, que exige coraje o estado máximo de necesidad, supone una ruptura del orden jurídico y moral establecido. La vía terapéutica, en cambio, requiere dosis de pragmatismo posibilista y dejarse llevar por las circunstancias, como si nada ocurriese. Occidente vive tiempos de transformación social, demográfica y de mutación de sus valores políticos tradicionales, y apelar a la vía reformista terapéutica sólo puede entenderse desde la inanidad política. Sánchez, por estado de emergencia propio de un supérstite, recurre a la eugenesia cada vez que lo necesita y, a decir verdad, según las encuestas, no le pasa excesiva factura.

Sánchez acostumbra a jugar con los tiempos políticos, tanto del pasado como del presente. Respecto al pasado, en la maleza de la memoria histórica y colectiva del socialismo nacional, España se ha acabado convirtiendo en un país con pasado imprevisible. Incluso, parafraseando al humorista alemán Karl Valentin, Sánchez siempre podría decir que “antes el futuro era mejor”. Una parte de la sociedad española ha acabado aceptando que la memoria pueda colectivizarse, cuando es un ejercicio de olvidos, remembranzas y de némesis con nuestro pasado individual, del mismo modo que han asimilado que la memoria puede ser histórica. Memoria e historia son dos conceptos antagónicos, pero en el ideario de la vieja izquierda, ahora resucitada en España, maridan de modo excelente.

Sánchez, al que alguien de su gabinete le ha cantado que existe un tal Umberto Eco, se ha sumergido, de hoz y martillo, en el fango de su historia para devolvernos una figura fatídica como es la amnistía. En todo caso, bien harían los conmilitones del Palacio de la Moncloa de recordarle que Eco tiene alguna obra que, bien pensado, debería ser de lectura obligada para el Presidente del Gobierno: “El nombre de la rosa”, por la rosa socialista que dejó marchitar un Felipe González, ahora redivivo, entre corrupción y personalismo; y “Cómo hacer una tesis”, obra de referencia del escritor italiano para todo el que se tome seriamente el ejercicio académico de escribir una tesis doctoral, muy a pesar de Pedro Sánchez.

Amnistía y anestesia deben ser dos conceptos que la izquierda desorientada española también aspiran a enhebrar, bajo un concepto del perdón basado en la rendición. No obstante, hay una parte de la sociedad española que compra esta mercancía moral averiada, porque, y esto funciona así, no le afecta en su vida personal lo más mínimo. El gregarismo “brillibrilli”, más allá de aceptar cualquier cambio de opinión del líder, es capaz de convertir a Bin Laden en un demócrata. Sánchez puede con eso y con mucho más.

En un artículo reciente publicado por el profesor Villa García, se describían las claves de la inconstitucionalidad de la ley aprobada: La amnistía queda fuera del derecho de gracia constitucional porque, al extinguir no sólo la pena sino también el delito, suspende retroactivamente la aplicación de leyes penales, un acto que por el rango de las normas implicadas hace necesaria una intervención de las Cortes. Sin embargo, la Constitución de 1978 no concede al Parlamento ninguna intervención en el ejercicio del derecho de gracia, que en el artículo 102.3 vuelve a reconocer sólo como una “prerrogativa real”. Esto quedó terminantemente claro durante el proceso de redacción de la Constitución, cuando se rechazaron todas las enmiendas que facultaban a las Cortes para amnistiar. Con ello no se subsumió la amnistía en la potestad legislativa general, como se argumenta erróneamente, porque una cosa es que las amnistías se aprueben mediante una ley y otra que sean materialmente un acto legislativo.”

Pues bien, en la historia de España, las amnistías se han prescrito para situaciones de fractura real en contiendas nacionales entre dos bandos, y no para paliar las necesidades megalómanas de un delincuente convicto como Puigdemont. La amnistía ha supuesto en la historia de España la institucionalización del olvido, como una forma de transición desde el oprobio de las luchas del pasado hacia la concordia sobrevenida, fruto de la transacción y del acuerdo. Pero los resultados no siempre han sido los esperados. Por empezar por la amnistía de 1976, impulsada al alimón por el rey Juan Carlos y por Adolfo Suárez, el alcance material del Real decreto-ley afectaba a “todas las responsabilidades derivadas de acontecimientos de intencionalidad política o de opinión ocurridos hasta el presente”, /…/ sin otro límite que la protección penal de valores esenciales, “como son la vida e integridad de las personas.” Pues bien, estas excepciones acabaron siendo derogadas el 15 de octubre de 1977 cuando la ley se modificó por las primeras Cortes democráticas, de tal suerte que acabaron extendiendo el ámbito de la exención penal a los actos de terrorismo. Y el resultado de esta nefanda reforma fue que se legitimó a posteriori el terrorismo, especialmente el de ETA, que, no por casualidad, concentró su mayor número de víctimas durante los tres años siguientes a esa reforma.

Esta amnistía no fue la primera, como se ha visto que no ha sido la única. En todas las amnistías aprobadas en España ha habido dos hechos diferenciadores: por un lado, el origen de legitimación de las mismas que no es otro que las perturbaciones políticas, provocadas por cambio de gobierno o de régimen, a partir de revueltas militares o cismas revolucionarios; y, en segundo lugar, todas las amnistías acabaron arrumbando la misma noción de legalidad constitucional, para vulnerar el principio tradicional de los Estados liberales de la irretroactividad sanadora de los delitos, no por la vía singular del derecho de gracia, sino por la vía excepcional de la retroacción legislativa. Fue así como las amnistías generales de 1854, 1856, 1857, 1860 y 1864, dejaron de convertirse en un otorgamiento discrecional y gracioso para pasar a ser la exigencia de futuros beneficiarios, a cambio de otorgar un margen de tranquilidad
a los Gobiernos. También se puede comprobar cómo, durante el reinado de Isabel II, las amnistías destruyeron toda noción de legalidad en el constitucionalismo isabelino y contribuyeron a legitimar la cadena de insurrecciones que culminó en la de 1868, que destronó a la misma Reina.

Proclamada la Primera República, y constituido el Comité Revolucionario autoerigido en Gobierno Provisional, se aprobó el 15 de abril de 1931, una amplísima amnistía “de todos los delitos políticos, sociales y de imprenta”. Después de la insurrección de octubre de 1934, la más violenta en lo que iba de siglo hasta la Guerra Civil, la coalición entre los partidos republicanos de izquierda y los de la izquierda de clase, el Frente Popular, acordó otra amplísima amnistía para los sublevados. Pues bien, esta última amnistía, entendida como el “revés de la justicia”, fue uno de los factores clave del deterioro de la confianza de una parte de los españoles de la época, a las puertas del enfrentamiento más sangriento que hemos vivido en el último siglo.

La historia, esta vez, solo ha podido servir a los panaceas del gabinete de Sánchez, para descubrir que las amnistías han acabado teniendo un efecto perverso a corto y medio plazo. Pero Sánchez solo maneja el presente continuo, que no es otro que el presente de su continuidad.

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