Ya no cuela
Si hay algo en lo que se advierte uno de los fenómenos más tristes y ominosos de nuestro tiempo, la panpolítica, la expansión de los juegos de poder hasta ocupar todos los lugares neutros y personales, es en la proliferación de invocaciones a los sentimientos más íntimos y universalmente codiciados: la felicidad, la alegría, el amor.
El antiguo político en campaña prometía traer el ferrocarril o una gallina en cada puchero o cuatro acres y una vaca. Demagogia, probablemente, promesas vacías o incumplibles, pero siempre en esa esfera de lo real y teóricamente alcanzable, de lo que se ocupa el gobernante en un estado no totalitario.
Hoy el PSOE nos promete, como ya hizo, “defender la alegría”. Nos recuerda poderosamente a ese departamento oficial venezolano dedicado a la felicidad. ¿Quién puede estar contra la felicidad? Como con esos ‘delitos de odio’ encaminados en realidad a anular por ley toda disidencia, porque, ¿quién podría estar a favor del odio?
Cuando vean a un político sonreírles, échense a temblar. Cuando les prometan algo tan ajeno a la administración de lo común como es “la alegría”, prepárense para lo peor. Significa que la alegría -su alegría, lector- no vendrá ya de las cosas personales de las que ha venido siempre, de logros privados y conquistas íntimas y revelaciones personales, sino de una oficina del Estado aplicando una ideología única y abrumadora.
Déjenme la alegría o la pena, no entren ahí. Hagan leyes justas y claras (y pocas), refuercen las instituciones, administren nuestros caudales, pero no se metan en mi alegría o en mi pena, que en ellas mando yo.