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La JMJ y la crisis del modelo

La JMJ y la crisis del modelo

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Crisis del modelo eclesial

La mala noticia es que la Iglesia Católica está en crisis. La buena noticia es que siempre ha estado en crisis, y siempre lo estará hasta el final de los tiempos. Se diría, como dejó escrito Chesterton, que hubiera aprendido de su Fundador el ‘truco’ de morir y resucitar.

En estos momentos se celebra en Lisboa la Jornada Mundial de la Juventud, un encuentro de jóvenes católicos de todo el mundo, iniciativa de San Juan Pablo II. Y quien haga números y cuente la muchachada que ha llegado a Portugal en el nombre de Cristo tendrá que reconocer que no hay en el mundo organización, pública o privada, que no se diera con un canto en los dientes por tener una cuarta parte de su poder de convocatoria anual.

Pero quince años trabajando para el primer periódico económico de España me han habituado a mirar con más atención los números relativos que los absolutos, las tendencias que los hechos puntuales. Y esas tendencias, en el caso de la Iglesia, constructora de Occidente, no son buenas. De hecho, si se juzgan desde fuera, como se juzgaría cualquier otra institución humana, son alarmantes.

Solo Alemania perdió el año pasado medio millón de católicos, así, de golpe, parte de una sangría que parece imparable. Las cifras en España o Italia; en Estados Unidos o Francia, e incluso en la antaño catolicísima Irlanda, son de vértigo. La Iglesia se muere en el continente que fue su cuna, se desangra a ojos vista.

Desde un punto de vista meramente humano -quizá el único que puede tratar un periodista generalista- y aséptico, si fuera una empresa ya hubieran convocado una reunión urgente para identificar el problema y cambiar de inmediato el rumbo. ¿Qué se ha hecho mal para que hayas llegado a un deterioro tan acelerado, para que la que fuera indiscutible autoridad moral, cultural y social de nuestro mundo pinte cada vez menos, pese cada vez menos?

La respuesta podría darla cualquier profesional de marketing que valga su sal: diferenciación. A lo largo de toda su historia, la Iglesia se ha dedicado a corregir el último grito de cada época, su obsesión, su moda ideológica dominante que, a menudo, era también su vicio dominante. Esa era su misión profética, pero también su ‘marca’, su reclamo, su reivindicación de ser una institución que, por estar en algún sentido fuera del tiempo, podía juzgar a cualquier tiempo.

Y eso es lo que ha dejado de hacer, al menos en el aspecto más visible e institucional. Ha pasado de oponerse a las modas del mundo a imitarlas y hacerlas suyas. Hoy la Iglesia habla sin parar de refugiados, de inclusión, de acogida a los LGTB, de ‘conversión ecológica’, preocupaciones todas ellas muy respetables, no es esa la cuestión, pero ajenas o, al menos, muy tangenciales al mensaje salvífico de Cristo.

Es así, en fin, una copia desleída y cutre del siglo, y sus mensajes actuales podrían confundirse con un editorial del New York Times, cambiando aquí y allá una referencia clerical o una cita evangélica. Si un joven tiene una viva preocupación ecológica, ¿a dónde acudirá? ¿A Greenpeace, a Greta, o una institución con abstrusas doctrinas que acaba de ‘convertirse’ al evangelio verde ayer por la tarde, como quien dice? Nadie elige la copia pudiendo tener el original.

El acercarse al mundo del pasado Concilio ha acabado en un seguir servilmente al mundo, aunque el precio haya sido poner sordina a todas las enseñanzas que puedan molestar a los creadores de opinión de nuestro tiempo.

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