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La Ruta de la Seda IV: viaje soñado en Toyota

La Ruta de la Seda IV: viaje soñado en Toyota

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El cuarto viaje ya aparca la literatura y lo llevo a término durante más de dos años recorriendo el paralelo 40 una vez situado en Xian. Integramos la expedición un colega de la Embajada española en Tokio, su reciente pareja japonesa, Keiko, mi mujer, Victoria y el que esto escribe.

Hasta entonces había estado destinado entre Seúl y Tokio, donde trabo amistad con Pablo, colega a cargo del asunto turístico. Venía con frecuencia a Seúl por su trabajo y también durante los Juegos Olímpicos de 1988, lo que me permitió convencerlo de mi plan de planes y de que liquidara el absurdo Ferrari que dormía en un garaje y se comprara un Toyota HDJ como el que yo acababa de adquirir. Ambos pedimos las reglamentarias excedencias como funcionarios y nos embarcamos en la aventura de nuestras vidas: recorrer sin prisas la Ruta de la Seda.

Un proyecto largo tiempo rumiado y que iba a resultar complejo por burocrático y ambicioso. Yo tenía una fijación, una especie de capricho, cenar en medio del Taklamakan caviar beluga, solomillo al Cabrales y vodka helado. Noblesse gastronómique oblige. El paralelo 40 norte es la línea de la civilización, no en vano pasa por Tokio, Pekín, Kashgar, Tiflis, Istanbul, Atenas, Roma, Madrid… Incluso Washington. Unos cuantos grados hacia el sur, no muchos, topamos con Varanasi, Bagdad o El Cairo, las cunas de las primeras culturas que han determinado las de Occidente.

Por este geopolítico topónimo se conoce nuestra civilización, si es que aceptamos la convención de considerarla como tal a pesar de su actual decadencia, el histórico sino de toda forma humana de civilización. Pertrechados con dos inmejorables vehículos, modificados para alojar recambios, neumáticos y elementos de cocina y frío— había que proteger los solomillos y el caviar hasta llegar a Xinjiang— en la primavera de 1989 salimos alegre y confiadamente de Hongkong, donde habíamos enviado por barco los Toyotas.

Primera etapa, el pujante sur de China y con destino a Shanghai. Una vez inspeccionados a fondo los enclaves de la zona, Cantón, Hangzhou, Shanghai, Suzhou y Nanjing, habiendo incluso pasado dos días tomando las aguas en las espectaculares montañas Wuyi y alojados varios días en el Bund de Shanghai, la nueva capital económica mundial, tomamos rumbo noroeste hacia Xian, la primera capital imperial de Zhongguo, título primigenio de China y que significa el “país del centro”. En Xian reorganizamos nuestros planes de viaje. Estábamos en el centro y había que aprovecharlo para saltar a lugares que no podíamos dejar de recorrer: Beijing, Chengdu, Tíbet, Mongolia… todos ellos demasiado apartados para desviarnos en los vehículos si queríamos llegar a las montañas del Techo antes de que las nieves cerraran los pasos.

Por supuesto, lo primero que hicimos fue acercarnos a la recientemente descubierta tumba del primer emperador, XiHuangDi, y su sepultado ejército de guerreros, caballos y carros de combate minuciosamente reproducidos en terracota. Decir impresionante no hace justicia al hallazgo, ¡el adjetivo se queda corto! Dado que no podíamos dejar de ver Beijing, la Gran Muralla, tumbas y jardines, ni tampoco saltar al Tibet, aparcamos los coches en el hotel Sheraton y procedimos a volar. Primero fuimos a Beijing, por cierto, una semana antes de las manifestaciones de Tiannanmen.

Nos llamó la atención el estado de obras en la ciudad, con rascacielos brotando por doquier y autopistas en construcción, aunque el aeropuerto nos pareció una instalación industrial siderúrgica. Alucinante el Palacio Imperial que nos evocó escenas de la estupenda película “el último emperador”, las tumbas Ming y el Palacio de Invierno.

Por supuesto la Gran Muralla, aunque estaba invadida de turistas chinos. De regreso a Xian volamos a Chengdu, ciudad sorprendente rodeada de montañas. Cenamos en un pabellón casa de té lo más típico de su cocina, el pollo Seichuan, con más guindillas que carne. Y constatamos que una noche era poco tiempo para lo méritos de la ciudad, algo que no obstante el tiempo que empleamos en el viaje general, más de dos años, no permitía ver todo. Al día siguiente llegamos al colindante Tíbet.

También nos abrumó lo mucho por explorar y lo fugaz del tiempo. Aún así pasamos dos noches en Lasa pululando por sus calles plagadas de templos y visitando el famoso Potala, el palacio otrora sede del Gran Lama, hoy mera atracción turística repleta de monjes con túnicas azafrán. Eso sí, alquilamos un Toyota con guía, algo imperativo en este enclave invadido, y recorrimos la vertiginosa carretera hasta Shigatse, pasando por los lagos turquesas y avistando el Qomolunga, el Everest, desde el monasterio de Rongphu situado a sus pies.

De vuelta en Xian decidimos, no sin oposición de Pablo, retomar la ruta terrestre y rodar hasta Mongolia atravesando la estepa de Ordos hasta el río Amarillo. Eso zona, curiosamente, es la que produce más lácteos de China, ya que gran parte es muy herbosa y cuando llueve los pastos son abundantes.

Otra amplia parte constituye el desierto propiamente dicho de Ordos y es invadida regularmente por las arenas del Gobi. Se encuentra enmarcada por el caudaloso río Amarillo, el Huang He en mandarín, que deja sus ricos fangos del Tíbet en la estepa cuando se desborda e inunda las planicies. Cruzamos la zona y llegamos al puerto fluvial de Batou, acaso la ciudad más tóxica del mundo donde tratan las tierras raras circundantes. Seguimos hasta Hohot, la capital de la provincia china de Mongolia Interior, en su día arrebatada a los mongoles y Erenhot, ya en la frontera. En pocas horas arribamos a Ulaanbaator, ciudad bastante fea y polvorienta y rodeada de un cinturón de yurtas, las tiendas redondas de piel que poseen incluso los que viven en esos repelentes edificios del gusto soviético y donde pasan los fines de semana rememorando su pasado nómada y ganadero. Mongolia, a pesar de la gran mortandad de sus cabañas en los años de gélidas sequías, registra un censo de más de 30 millones de cabezas, lo que contrasta con su exigua población de poco más de dos millones de personas.

Sin pena ni gloria dejamos Mongolia y regresamos a China atravesando esta vez los bordes del Gobi por carreteras secundarias e incorporarnos a la provincia de Gansu y su famoso corredor por el que discurre la Ruta. Aquí la carretera es buena y salpicada de ciudades con albergues donde dormir cómodamente. El paisaje es de estepa rodeada de montañas boscosas por el sur y desierto por el norte y lo más alucinante es el inmenso parque geológico de Zhangye, pletórico de montañas y quebradas de los colores más diversos que se puedan imaginar. Los colores predominantes son los amarillos, rojos granate y tomate, turquesas y ocres de distintos tonos.

Es conveniente reforzar mi tesis de la fantasía de Polo al comprobar que en página alguna del Libro de las Maravillas se menciona este enclave. Así, alcanzamos la puerta del Taklamakan, Dunhuang, último reducto de la Gran Muralla y acceso del budismo tibetano hacia el norte. Por eso no nos extrañó lo más reputado de esta ciudad, la gruta de Mogao o de los mil Budas enmarcada por varios monasterios de existencia milenaria, testigo de la penetración de los monjes tibetanos para difundir la “verdad” de la religión sin dios pergeñada por Gautama Sidharta.

Aquí pernoctamos tres días para descansar y ver los alrededores y decidir que ruta seguir, la del norte por los oasis regados por las montañas del Cielo o la de Fleming y Kini, por el sur, y sus oasis alimentados por el descenso turbulento de ríos y torrentes de las montañas Kunlun y la cordillera del Karakorum. Nos decantamos por esta última opción y la primera noche en ruta nos apartamos hacia las arenas del desierto y acampamos para el ritual del caviar y el solomillo al Cabrales que era el leitmotiv que inspiró en su día mi proyecto. Estas dunas son de una altura increíble, llegan hasta los 400 metros, verdaderas montañas puras de color crema, y se mueven con los vientos enterrando todo lo que encuentran a su paso. Son las famosas arenas cantantes que relataron y temían muchos de los viajeros de las caravanas y que suponían la muerte cierta a cualquiera que se dejara seducir por sus musicales susurros.

Tras varios días de travesía remontando varios puertos de las sierras que cruzan los parajes desérticos, recalando en oasis tan exóticos como Charklik o Cherchen, donde nos embarcamos en una inverosímil balsa de pieles de yak para cruzar el río sin puente de homónimo nombre. Al llegar al oasis de Yarkant, por donde pasa el río que desciende directamente del glaciar norte del K2, planteé el desviarnos a contemplar un amanecer a los pies del K2, el pico más relevante del Karakorum con sus más de 8.600 metros y rodeado de cinco montañas a modo de centinelas que, a su vez, son también ochomiles. Dormimos en una mínima aldea a más de 4.000 metros y por la mañana, antes de la salida del solo ascendimos a una plataforma 500 metros más arriba que estaba preparada para la observación — ¡gracias gobierno chino!— donde quedamos extasiados por una visión sublime e inolvidable que quedaría grabada en nuestra retinas y neuronas por siempre jamás.

Eventualmente llegamos a Kashgar, la llamada capital de la Ruta, donde teníamos previsto tramitar los visados de acceso al mundo aún soviético al otro lado del Techo del Mundo. Los desvíos anteriores nos habían retrasado y llegamos a las puertas del consulado de la URSS el 29 de septiembre, con tiempo para cruzar al valle de Fergana ya en Uzbekistán. O eso creímos. A pesar de nuestros intentos, soborno incluido, el cónsul ruso nos comunicó la concesión de los visados dos semanas después de la caída de las nieves otoñales que cerraron hasta la primavera siguiente los pasos de los Pamires. Por eso nos vimos obligados a pasar el invierno en Kashgar.

Algo que a la postre fue más que ventajoso pues nos permitió una experiencia de exploración inolvidable de oasis, sierras y desiertos. Pero esta historia y el resto del viaje la tendrán que descubrir en mi novela “Paralelo Cuarenta” que espero publicar en breve. Sirva por tanto este breve relato de aperitivo.

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