Las nuevas castas
Que la izquierda lo ignora todo de la clase trabajadora es ya una evidencia; que ha renunciado a su apoyo, buscando ‘oprimidos’ más políticamente fiables, también. Pero en pocos aspectos se advierte mejor este elitismo, siempre latente pero solo recientemente abrazado con entusiasmo, como en el asunto de la seguridad ciudadana.
Solo los ricos pueden permitirse no tener patria, escribía Ramiro Ledesma, a lo que podría añadirse que solo los ricos pueden desinteresarse de la seguridad, porque pueden comprar la propia y la de sus familias.
Planea aún en la izquierda, incluso entre la izquierda no reconstruida, el vago prejuicio de que la seguridad es una preocupación burguesa y que policía, tribunales y cárceles son el enemigo del pobre, porque es el pobre quien acaba delante de estas instituciones. Que ponerse del lado del criminal por defecto es una postura justa y revolucionaria que les premiará su parroquia.
La verdad es exactamente la contraria. Marruecos puede vaciar sus cárceles en España, que no es probable las autoridades les realojen en Somosaguas o la Moraleja. Desde una urbanización vallada y con vigilancia es fácil llamar con cara de asco racistas y xenófobos a quienes conviven con quienes, supuestamente, vienen a “pagarnos nuestras pensiones”, aunque una proporción considerable de ellos no parece tener demasiada prisa.
Las cosas se ven mal desde arriba, desde donde todos los de abajo se parecen. Pero no pueden ser más distintos. Trabajadores y delincuentes habituales pueden compartir un mismo barrio y hasta un mismo problema de escasez de medio, pero son dos tribus mortalmente enfrentadas. Porque la inseguridad la paga más que nadie el pobre, el mileurista, que no puede escapar ni tiene medios propios para protegerse.
La izquierda está ayudando a construir un país de castas incomunicadas, ahora en todo. Mírenlos cómo aplauden a Harrison Ford y su ardiente defensa de las verdades oficiales sobre el clima, hasta la última yod: no uséis el coche, no comáis carne, compartid casa, no viajéis. La conciencia del planeta, que al acabar su excelsa prédica se monta en su jet privado y que comerá lo que le venga en gana cuando lo desee.