No diré nombres, ni el del centro ni el de la asociación que gestiona el centro de menas. Porque esto no trata de identidades particulares, sino de entender un poco la estructura y dinámica de lo que ocurre.
Este centro concreto se encuentra en la ciudad de Burgos. En un barrio cualquiera y con una dotación de servicios normal. El centro, gestionado por una ONG tiene concertadas 10 plazas para menores no tutelados.
La plantilla la conforman en su mayoría educadores sociales jóvenes, bien formados, puesto que han estudiado durante cuatro años un grado universitario que, al menos en Burgos, conserva bastante prestigio académico. Uno de los educadores hace las noches, los cinco restantes cubren mañanas y tardes, organizan actividades, formaciones, animan a que los menores se hagan la cena, etc.
Además, damos por hecho que el centro cuenta con personal administrativo que gestiona las subvenciones y otra persona, como mínimo, ejerce labores directivas (en este caso lo dirige la hija de la anterior directora). Dejaremos para otro artículo la importancia de cambiar la denominación de ONG por OG, puesto que, por lo general, más del 80 % del dinero proviene de las subvenciones con el Ayuntamiento, convenios con el Estado, conciertos con la Diputación, con el Gobierno Regional y con diferentes entes públicos, etc.
Continuando con la descripción del centro de Menas, tenemos a ocho trabajadores trabajando para diez menores. Lo que nos sitúa “casi” literalmente ante un educador que da clases particulares por cada joven acogido.
Paradójicamente, este joven “mena” que ha entrado en el país de forma ilegal —y que, en muchas ocasiones, no posee ni siquiera documentación válida— termina disponiendo de más recursos profesionales que muchos hijos nacidos y criados aquí, hijos de barrios pobres, de familias rotas, de estructuras igualmente precarias.
Según el decimoquinto informe anual presentado por la Red de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social en el Estado español (EAPN-ES), la tasa de pobreza infantil en España es la más alta de toda la Unión Europea: 2,3 millones de niños y adolescentes son pobres.
Continuando con el centro de menas, decir que gran parte de la ropa que visten y parte de los alimentos que consumen los menores también vienen, en su mayoría, de otras ONG que, a su vez, también reciben subvenciones del Estado.
Al hablar en confianza con los educadores sociales que trabajan en estos centros, sostienen estar cansados por la sensación de impotencia institucional que los atraviesa. Algunos están de baja por ansiedad, otros aguantan por vocación. La cuestión que urge plantear es que, cuando un menor no tutelado es violento o se niega sistemáticamente a participar de ninguna actividad, el sistema apenas ofrece margen de maniobra. Al ser menores, no pueden ser expulsados; a lo sumo, cuando se los denuncia, se los lleva a otro centro.
El repertorio disciplinario se reduce a cuestiones como no permitir ciertas actividades, no dar dinero, suprimir pequeñas gratificaciones casi simbólicas, colocar puntos rojos en una ficha (carita triste, carita feliz), etc.
Pero si el menor decide hacer lo que le da la gana, escupir y romper cosas, el Estado debe seguir garantizándole comida, cama, vestido, atención sanitaria, educación. En este caso, los educadores y el personal deben atenderlo en su totalidad.
Y, aun así, cada mañana, esos jóvenes educadores sociales entran en el centro. Se sientan con los chicos, les preguntan cómo están. Les proponen actividades, los soportan, los protegen y los entienden. Porque, a pesar del desencanto, a pesar de la frustración, algo dentro de ellos —quizá la vocación— les impide rendirse del todo.
Los educadores puertas para adentro suelen comentar que estos menores no tutelados no suelen agradecer todo lo que se les da. Y, en voz de los propios educadores, lo peor es que se sienten despojados de autoridad. No hay herramientas reales para encauzar conductas destructivas y violentas.
La pedagogía se ahoga en una burocracia que protege, pero impide educar. ¿Qué le estamos enseñando a un menor cuando le transmitimos, una y otra vez, que cruzar un semáforo en rojo no tendrá consecuencia alguna?
Casi todos estos chicos provienen mayoritariamente de Marruecos, Malí o de Senegal. Como si estuviéramos haciendo un estudio etnográfico, paso a exponer lo que dicen estos menores no tutelados: algunos, nada más llegar al centro, llaman por teléfono a sus padres (en el 100 % de los casos tienen familia: tíos, abuelos, primos, etc.). Otros confiesan que sus padres les envían dinero para estar aquí; sus padres saben que en España serán formados y educados gratuitamente, por lo cual es una excelente inversión enviar a sus hijos aunque sea ilegalmente.
Otros progenitores envían a los menores a España bajo la petición de que, pasados unos años y, una vez conseguida la nacionalidad española —el menor que ya será adulto y con pasaporte español—, pueda traer a sus progenitores y a toda su familia a España. Curiosamente, vienen de países musulmanes donde no se da jamás la nacionalidad a un español salvo si tu padre es de allí.
Y aquí surgen muchas más paradojas: si mantienen contacto con sus padres, quiere decir que tienen familia y están localizables.
Para más información sobre este tema, recomiendo el magnífico ensayo publicado por la Universidad de Burgos: “Robo de niños en democracia”. Ahí encontrarán casi cincuenta páginas donde se exponen innumerables leyes nacionales e internacionales que dicen todas lo mismo: que los menores deben estar con sus padres.
Ahora bien, ¿por qué no se aplica la legislación nacional, regional, de la ONU y de la Unión Europea que establece “sin lugar a dudas” el derecho y la obligación del menor a vivir con su familia, tíos, abuelos, hermanos, etc.? ¿Por qué España no cumple con la ley?
¿Por qué no se le devuelve a ese núcleo familiar y, por contra, se le integra en una estructura estatal de tutela que, a menudo, no hace sino alimentar su desconexión?
Si el menor tiene familia, estaríamos hablando de una apropiación indebida o incluso “rapto” por parte del Estado español.
Vamos a suponer que nos creemos a pies juntillas todo lo que dicen los menores no tutelados, y aceptamos sin reparo alguno que el 100 % está solo en el mundo y no tiene ni padres, ni tíos, ni abuelos, ni primos, ni familia extensa alguna.
Para explicar este razonamiento, antes debo explicar que, si un padre en España abandona a su hijo, se le debe denunciar por negligencia. Es un delito muy grave y puede enfrentarse a la pérdida de la custodia y a la pérdida de la patria potestad de su hijo. El español nativo se enfrentará a una multa económica o pena de prisión de entre tres meses a cuatro años (dependiendo de la gravedad del abandono).
Pues bien, muchos menores no tutelados afirman que fueron abandonados, pero con el tiempo siempre se descubre que estos jóvenes sí tienen progenitores. Incluso la mayoría de los familiares vienen después a vivir a España cuando su hijo ya tiene pasaporte español. Así que, ¿por qué no se les detiene y enjuicia a los progenitores?
¿Por qué el abandono y la negligencia, cuando lo comete un progenitor extranjero, no tiene consecuencia alguna?
En buena lógica, si esos progenitores, por ejemplo senegaleses, pisaran suelo español (después de haber abandonado a sus hijos), deberían ser inmediatamente detenidos e incluso posiblemente encarcelados por negligencia grave.
¿Por qué la ley se vuelve tan flexible, indulgente, blanda con unos y muy dura con los nativos?
En Burgos, en 2024, la población se manifestó en la Plaza Mayor para apoyar a los centros de menas, y la pregunta es: ¿por qué se manifestaban?
¿Por la aplicación de pedagogías que no pueden funcionar, por el tratamiento desigual de los jóvenes y el fomento de la inequidad en la población, para ir contra la familia y fomentar la separación de los menores de sus padres, para apropiarse de menores que no deben de ser del estado, para que las direcciones de las ONG pasen de padres a hijos, por incumplir todas y cada una de las leyes nacionales e internacionales, para denunciar únicamente a los padres españoles por negligencia?, ¿o se trata de un negocio…?