Muchas veces he pensado en lo justo que sería que pagaran más impuestos las personas que no tienen hijos, pues bien, recientemente he podido saber que la medida se va a realizar. En Japón ya se discute: un nuevo impuesto para quienes deciden no tener hijos. Es una carga simbólica pero real —entre dos y tres euros mensuales— Medida que nace del colapso demográfico. La natalidad se hunde, la vejez se acumula, y el sistema comienza a crujir.
Vivimos en sociedades donde el Estado va sustituyendo a la familia como garante del cuidado. Pero si nadie engendra, si nadie educa, si nadie cuida, y no quieres una sustitución cultural y poblacional, ¿quién sostendrá el mañana?
Tener hijos no es solo una elección personal. Es una forma de apostar por la continuidad, por la vida —a pesar de todo— merece la pena ser vivida. Quien trae un hijo al mundo es un héroe: años de desvelos, cuidados, y la afirmación de que no lo cambiarían por nada del mundo. Es una forma encarnada de máxima solidaridad.
En cambio, quienes deciden no tener hijos —por elección o por comodidad— disfrutan de una enorme libertad sin carga, de una vida sin desvelo. Viajan, pasean perros, cultivan su jardín interior. Nada que objetar pues son libres. Pero cuando envejezcan serán atendidos por los hijos de otros. Recibirán, sin haber dado.
Tal vez sea hora de repensar la justicia. No como castigo, sino como redistribución y equidad. Si alguien no contribuye a la próxima generación, ¿no debería compensarlo de otro modo?
La fecundidad cae en picado —1,12 hijos por mujer— y una pirámide demográfica que tiene forma de ataúd. No se trata de obligar a tener hijos, sino de entender que la natalidad no es solo un asunto privado, sino un bien común.
Y en un mundo donde los niños escasean, tal vez deberíamos dejar de premiar el egoísmo del que solo vive para sí.–