Ni es ético ni estético
Alguien dijo una vez que el vivir es una degradación del tiempo original. Y es muy posible –es seguro- que Cándido Conde-Pumpido ha sido un gran jurisconsulto, pero también lo es que ha dejado de serlo con el tiempo. La vida no perdona, y la ambición que todo lo puede y el poder que todo lo pudre degeneran perfiles, destruyen biografías y degradan caracteres.
Cándido Conde Pumpido no ha perdido seguramente las habilidades discursivas del letrado, del fiscal o del juez, pero probablemente ha convertido el Derecho en mercancía al servicio del poder político y la argumentación jurídica en mera treta y argucia para favorecer sistemáticamente al poder gubernativo.
El presidente del Tribunal Constitucional, un órgano llamado al equilibrio, no puede estar al servicio de un partido, de un Gobierno o de una estrategia política. Mucho menos puede poner el Tribunal Constitucional al servicio de un proceso de desarticulación de la Constitución y de un pacto de investidura.
Convertir el Tribunal Constitucional en un vaso comunicante del Palacio de la Moncloa no solo destruye las dos instituciones sino que produce un daño irreparable a la democracia. Lo que estamos viendo en estos últimos estertores del régimen de 1978 es cómo el poder corrompe sin rubor alguno los contrapesos del sistema. Y cuando el poder se deshace de sus límites, no solo ataca las libertades individuales de los ciudadanos sino que se suelta el pelo y empieza a hacer el ridículo, como ahora, con la medalla a Pumpido.
Los gerifaltes de una democracia deben respetar algunas exigencias éticas y estéticas. El presidente del Tribunal Constitucional no debería ser agasajado con medallas. El ministro del Interior no debería utilizar el cargo, cuando ya toca su fin y está buscando un destino, para ganarse al todopoderoso presidente del Constitucional, ni este debería aceptarla, entre otras razones porque resuelve cientos de recursos de amparo planteados por los ciudadanos frente a eventuales vulneraciones de derechos cometidas por la Administración (el conflicto de interés que puede producirse es evidente). Los cargos públicos no están para que los poderosos se concedan medallas entre sí, como aquellos viejos generales soviéticos de cuyas guerreras colgaban filas y filas de pesadísimas condecoraciones que terminaban por ocultar su pechera y por hacerles perder, cuando iban tocados de vodka, el equilibrio.
La medalla que Marlaska le ha concedido a Pumpido es un forma interesada (hoy por ti, mañana por mí) de hacer endogámicamente el ridículo, los dos.
De tanto arrastrar con la toga el polvo del camino, de tanto divismo servil, uno puede acabar emulando a los peores corifeos del Generalísimo.