X

La maldición del igualitarismo

La maldición del igualitarismo

En esta noticia se habla de :

 

El sufijo “ismo” es una abominación moderna del idioma español, un recurso lingüístico paupérrimo carente de valor semántico alguno. Aparece a finales del siglo XIX para denominar a determinados movimientos o doctrinas más o menos estructuradas, y así hasta nuestros días. Era evidente que los doctrinarios, aquellos que hacen de la ideología una forma de ideologismo, se iban a beneficiar de la corrupción del lenguaje. Comunistas de “común” y socialistas de “sociedad” vieron el horizonte abierto, frente a un liberalismo que, aún hoy, se estremece en el debate entre libertad e igualdad. Algo no se habrá hecho bien.

No hay sustantivo que aderezado con el afijo pospuesto no se haya adulterado hasta viciarse por completo. El pueblo mutó en populismo, el progreso en progresismo y la igualdad tornó en igualitarismo. Y fue así, por medio del neonominalismo, cómo la izquierda halló un silo de lugares comunes y de ideas atractivas en impulsos de pensamiento básico, y que, por desgracia, continúan forjando parte de la psique colectiva del socialismo supérstite moderno.

Comenzando por el progresismo, el progreso es un concepto que aparece en nuestro castellano en el siglo XV con el significado de “avance”. Y es en el Siglo de las Luces, en el siglo XVIII, cuando adquiere la dimensión actual de “avance permanente de la ciencia y de la técnica”. Fue antes, pues, que naciera el mismo socialismo premoderno. Antes incluso de que esa izquierda naciente se adueñara del término “socialismo” que no era sino una defensa del contrato social. Nada que ver, en cambio, con el concepto de progreso. A partir de allí, el progresismo se constituye en una ordalía de lugares comunes basados en la simplificación y en la propaganda aniquilatoria del enemigo. 

En la perspectiva del progresismo socialista, la izquierda se presenta como un custodio de la fraternidad utópica, de la humanidad convertida ya en humanitarismo, una apelación ética contra la injusticia, entendida elementalmente como toda forma de desigualdad. Sobre el papel, la izquierda se autolegitima de virtud reparadora de las desigualdades, y, ese discurso, tiene inicialmente muchas papeletas para resultar vencedor. No fue solo el progresismo. La izquierda tiende a maridar conceptos antológicamente contradictorios, que suenan bien a una parte de la sociedad, y que no son combatidos categóricamente por el resto de fuerzas políticas.

La perversión del lenguaje moderno, en manos de la propaganda orwelliana del discurso único socialista, ha llevado a que no sea igual “democracia” que “democracia popular”, o que no sea la mismo “justicia” que “justicia social”. Democracia y justicia son conceptos nítidos, que sólo se infeccionan cuando se intoxican de la adjetivación del socialismo mórbido.

Ni qué decir tiene de la prostitución del término “memoria” convertido, esta vez sí, en una suerte de memorialismo, para ser adjetivado con tres conceptos, lisa y llanamente, contradictorios con el sustantivo: colectiva (la memoria es individual o no es), histórica (la historia es una ciencia social o no es) y democrática (la democracia es una forma de organización política o no es). Nada que ver, por cierto, con la memoria. Pues, algo tan básico, ha sido comprado como mercancía averiada por una gran parte de la política española, abandonada a su suerte a la deriva del neologismo que geste la izquierda.

El progreso es al progresismo como la igualdad al igualitarismo. Para la izquierda, la igualdad es igualitarista o no es, cuando lo cierto y seguro es que el igualitarismo nada tiene que ver con la igualdad, al menos de la forma en la que nació como valor a finales del siglo XVIII. Mientras el igualitarismo envilece por abajo las expectativas de una sociedad de libres e iguales, condenando el mérito, el esfuerzo y la capacidad, el progresismo diezma las expectativas del verdadero progreso, a través de un catálogo de tópicos reduccionistas que nada tienen que ver con la evolución en positivo de una sociedad.

La igualdad sustantiva radical propugnada por el marxismo a través del mito de una sociedad sin clases la heredará la nueva izquierda en la forma de igualdad material de resultados y de igualdad aritmética. En parte por su wishful thinking y orientación voluntarista, en parte por su presentismo, en parte por un indisimulado rencor social. El progresismo reclama el castigo de los privilegiados en nombre de la igualdad con un llamamiento en el que triunfa el resentimiento. El igualitarismo, en formulación de Lord Bauer, es “la legitimación de la envidia”. “No tengo ningún respeto por la pasión de la igualdad -escribió Oliver Wendell Holmes—, que se me antoja mera idealización de la envidia”.

Así es como llegamos al abismo del pensamiento socialista: la igualdad ante la ley, gran lema del liberalismo, ha sido sustituida así por otra igualdad muy distinta y peligrosa: la igualdad mediante la ley. Una igualdad antimeritocrática, antiproporcional y antivertical, que decide que su prioridad es compensar, y no premiar, tendrá previsiblemente un efecto aplanador y adocenador en la práctica, y lo que con ella se gane a corto plazo se perderá en el largo. El problema es que ya estamos en el largo plazo y contrarrestar el daño es una tarea extremadamente compleja.

El bulletin

Del ToroTv

Suscríbete y disfruta en primicia de todos nuestros contenidos