Paradojas del destino, mientras el tramoyista Puigdemont emprendía su regreso consentido a Barcelona, tocata y fuga para un independentismo en decadencia, Anna Tarrés, al frente de las chinas de natación
sincronizada se hacía con el oro, dejando que España consiguiese la medalla de bronce. Es probable que Tarrés no vea la televisión española, que ha deparado momentos delirantes en algunas retransmisiones de los últimos juegos en París, pero uno de los episodios estelares de esa retransmisión fue cuando, la que eventualmente retransmitía el resultado, señaló que el oro chino tenía un profundo alcance español.
Para Tarrés, nada más incierto y cruel. Tarrés, que no es el lápiz más afilado en la inteligencia nacionalista catalana, y que debe sentirse profundamente orgullosa de la democracia china, pasó ostentosamente por la política catalana en 2017, y se hizo notar con declaraciones tan contundentes como las siguientes: «Puigdemont es nuestro líder y maestro; iremos tras él», «Los catalanes nos sentimos cornudos y apaleados. ¿Qué hemos hecho para merecer esto de España? Estamos asfixiados a nivel fiscal y
económico», o «En mi casa siempre hemos visto Cataluña como la nación que perdimos hace 300 años».
Un deportista de ‘breaking dance’ llamado Puigdemont
Así fue cómo, mientras se zambullían las disciplinadas nadadoras chinas de la española Tarrés en la piscina olímpica, un deportista de ‘breaking dance’ llamado Puigdemont, se plantó en el Arco de Triunfo, no el de París sino el de Barcelona, para demostrar su impunidad concertada.
Puigdemont, por desgracia para su escasa prole veraniega, ha transformado el mito independentista en el timo personalista, de un personaje abocado a su mesianismo de rey Ubú sin reino ni destino final.
El destino de Puigdemont no parece ya de este mundo, al menos, no por ahora. Nunca antes, y seguramente nunca después, hallará tanta complacencia condonatoria de responsabilidades penales ni tanto esfuerzo de un supérstite llamado Sánchez por confederalizar España.
Pero, como en la obra de Pirandello, Puigdemont, como algunos de sus acompañantes en el performance de Barcelona, son personajes en busca de autor, en un momento en que Illa ha cerrado un acuerdo con
sus rivales naturales y con los comunes, sea lo que sea ser común en Cataluña.
Desplazado del núcleo del foco escénico, sin peso alguno en la política regional para determinar el gobierno autonómico, y con jueces que se resisten a ser el corifeo metajurídico de Sánchez, a Puigdemont únicamente le queda la “mise en scène” de un frívolo sin rumbo que quiere llamar la atención.
No caben los críticos en Junts
Para el catalán errante, el show debe continuar, y lo inevitable, incluido su final político, será una triste realidad. A diferencia de la obra “Los figurantes” de Sanchis Sinisterra, en la que los comediantes suplentes encierran a los actores principales en los camerinos y se presentan como los nuevos protagonistas de la representación, en Junts no cabe, por ahora, que los críticos den un paso
adelante y, en un ejercicio de metapolítica, suplanten la patología de lo inservible y de lo ilícito.
Puigdemont aspira a crear una atmósfera ambiental que contribuya de manera efectiva en el espectador a creer que el objetivo que se propone es factible políticamente: la independencia de Cataluña. Y lo busca para complacer a los suyos, entre la ingenuidad, la ignorancia y el fanatismo.
Como decía Machado, que no era catalán, “se canta lo que se pierde” y, por ello, Puigdemont canta a pleno pulmón lo que no va a poder conseguir.
Espera el momento de volver al Liceo y de sonreír desde un palco a esa burguesía lamentablemente menos ilustrada con el paso de los años. La independencia es imposible, y lo sabe, mientras los
decorados suben y bajan a la espera de que caiga definitivamente el telón.
Pero se cometería un error si se enfocara exclusivamente el problema en el escapismo de un truhán que demuestra que ciertas costuras de nuestro Estado son fallidas, volviendo a España como Pedro (Sánchez)
por su casa. El problema es precisamente, hoy por hoy, Pedro Sánchez.
Las concesiones de la Transición
Siempre que el nacionalismo español ha entrado en fase de erupción, de un modo u otro, en los últimos cuarenta años, unos y otros, han comprado la mercancía averiada de que Cataluña tiene una identidad
singular y se debe hacer un esfuerzo real para cubrir sus aspiraciones identitarias.
Todas las concesiones de la Transición que buscaron integrar el nacionalismo vasco en el todo nacional español se vuelven ahora en contra, porque Cataluña aspira a conseguir, al menos, las mismas ventajas. Visto con cierta perspectiva, roto cierto hilo emocional con una parte de la sociedad catalana, entre el victimismo insano del nacionalismo y el pragmatismo cortoplacista de los gobiernos centrales,
era de esperar que los nacionalistas catalanes se lanzasen a reclamar todo, lo posible y lo imposible. La cuestión es que, amén de las aspiraciones sentimentales de ese nacionalismo irredentista, existe una
razón de conveniencia complementaria en un PSOE abducido definitivamente por el PSC.
Los nacionalismos catalán y vasco llevan años dando por caducado el modelo constitucional y embarcándose en debates acerca de su superación. El modelo se ha venido manteniendo a base de pactos sucesivos, pero nunca concluyentes: cada nuevo acuerdo ha resultado en un nuevo escalón. Recuérdese la frase de Rodríguez Zapatero “España aún no está cuajada” cuando impulsaba los estatutos de segunda generación.
Es así cuando se cuestiona abiertamente la Nación, incluso el propio PSOE, embarcando al país en un debate permanente sobre el sujeto de la soberanía que desgasta las energías nacionales y debilita las posibilidades de afrontar con éxito los retos colectivos. Como balance, la complejidad del reparto competencial (no precisamente aclarado por numerosas sentencias interpretativas del TC) ha dado lugar a la cronificación de la conflictividad institucional, la inseguridad jurídica y la desigualdad material de derechos entre españoles en función de su territorio de residencia.
Se impugna la legitimidad del sistema
Nadie sabe a ciencia cierta qué es el federalismo, los primeros los propios socialistas. Sin embargo, sin complejos por esa nueva senda, de manera unilateral. A su manera, se quiere revisar el fundamento político del modelo, la Transición, con lo que el debate político se sitúa en una zona peligrosa de impugnación de la legitimidad del sistema. Se quiere provocar una mutación constitucional sin un modelo final en la cabeza y prescindiendo del acuerdo con el otro principal partido nacional.
Precisamente, buscando su aislamiento político (Tinell). De un modo u otro, el «proces» acaba de dar un salto a la política nacional para convertirse en el proceso español. En cualquier caso, empieza a haber una sensación de hartazgo y de desidia social aberrante, y, sobre todo, de incapacidad política para hacer frente a este desafío. Basta contemplar que la gran prioridad de muchos políticos ante
este reto ha sido la de no dejar la hamaca y cebarse en su inopia playera. Y así, al PSOE se le allana su camino, incluso a alguien tan insustancial como a Salvador Illa y a alguien tan peligroso como Pedro
Sánchez.