Los tipos de derechas, gente de orden, recogemos después de protestar. Nos chulean de forma inmisericorde, perdemos siempre, pero, oye, ni una papelera quemada. Nosotros no somos así.
Cuando hay pelea, observamos estrictamente las reglas del Marqués de Queensbury. Que eso nos haga salir de cada lucha en el barro camino de la UCI no nos quita la puntillosa vanidad de que no hayamos dejado a nuestro paso ni un papel en el suelo. Nos pueden robar la patria en las narices, arruinarnos y arruinar a nuestros hijos, encadenarnos en una creciente tiranía tecnológica, pero nunca podrán decir de nosotros que no nos atuvimos a la menor de las ordenanzas municipales.
La derecha es como esos equipos que reciben una paliza en el campo y en la rueda de prensa posterior presumen de ‘juego bonito’. Ni una amarilla.
La ambición anhelante de la derecha es que no se le pueda llamar facha o extrema, y la izquierda siempre se lo llama igual, con el sadismo que estimula este castrante complejo.