Ayer se aprobó en el Congreso de los Diputados la Ley de Amnistía, rompiendo definitivamente uno de los principios básicos de toda democracia liberal, el reconocimiento colectivo de que todos nacemos con los mismos derechos y libertades, es decir, que todos los españoles somos iguales ante la ley. A pesar de que la ley de Amnistía supone la ruptura de la legalidad, la igualdad y la justicia más elemental, a nadie se le escapa que en las próximas elecciones al Parlamento Europeo millones de españoles votarán de manera entusiasta a los partidos que han promocionado y hecho posible tal disparate. Es decir, cada uno de esos votos será tomado por Sánchez y compañía como una muestra de legitimación popular del desmán, no sin cierta base lógica, por muy perversa y dolorosa que nos resulte.
Es en este punto, justo en este, cuando siempre emerge la misma cuestión, ¿cómo es posible que la mitad de los españoles estén dispuestos a autolesionar sus derechos de ciudadanía, y de los otros, de esta manera? ¿cómo se explica esa voluntad autoritaria en contra del derecho en el que hemos crecido y nos expresamos, y en contra del sentido común?¿acaso puede ser más claro lo que pasa? Pues bien, no cabe respuesta sencilla a un problema complejo, no existe un único motivo. Son muchos los que se han dado; la ideología, la falta de formación, el sectarismo contumaz, la estupidez, el odio, la paguita, la carencia o sesgo de la información y alguna más. Una mezcla de motivos personales, situacionales e históricos zeitgeist, difíciles de contrarrestar.
No obstante, hay algo que las atraviesa todas ellas, la falta de pensamiento crítico, y que si bien no es una carencia exclusivamente española si es propiamente nuestra. La inexistente capacidad de superarse uno a sí mismo, de querer ponerse en el lugar del otro, de librarnos de la tendencia natural a someternos a la tribu, al caudillo, al permanente deseo de tirarnos en los brazos del linchamiento social, en definitiva, lo que autores como Søren Kierkegaard, Friedrich Nietzsche, Arthur Schopenhauer, Martin Heidegger o Jean-Paul Sartre, entre otros, señalaron al enfatizar la importancia de vivir de acuerdo con nuestros propios valores y creencias en lugar de seguir ciegamente las instrucciones, percepciones e ideas del gran dictador, la masa. En definitiva, a ser libres de los demás pero también de nosotros mismos.
De esta tradición tan propiamente hispana tenemos nutrida bibliografía cultural, como el legado de Goya en la serie de Pinturas Negras, que ya en 1820, nos avisaba en el “Duelo a garrotazos”, de la tendencia fratricida de nuestros ancestros. Igual que Antonio Machado quien un siglo más tarde, en “Campos de Castilla”, nos describía con estos versos “De diez cabezas, nueve embisten y una piensa. Nunca extrañéis que un bruto se descuerne luchando por una idea”. Mas recientemente, Jaime Gil de Biedma, en “Apología y Petición” puso en unos versos tan bellos como dolorosos lo que todos ya sabíamos y es que “De todas las historias de la Historia la más triste sin duda es la de España, porque termina mal”. ¿O acaso pensamos que cuatro guerras civiles en apenas 100 años se pueden explicar de otra manera?, me temo que no. Parece, por tanto, que lo nuestro es más cultural que otra cosa, ese espíritu socializante tan cultivado, donde la independencia intelectual o el triunfo personal está tan mal visto, la envidia, la humildad mal entendida, el qué dirán, el caciquismo. Todos los caminos nos llevan al mismo sitio, en España se entierra muy bien. La nuestra es una tragedia cultural.
Mucho de esto saben los asesores áulicos del Gobierno, empeñado en cultivar los más bajos instintos, las emociones más retrógradas y los motivos más falaces para ver si desentierran las raíces atávicas y animalizantes de lo nuestro, nada lo es más que la manada. Tanto lo saben que lo proyectan, hasta le han dado nombre, “La máquina del fango”, dicen los necios a sabiendas que sus soflamas caen en tierra abonada, todo les delata.