El frac
El frac, nos alecciona el exterrorista colombiano Gustavo Petro, es elitista y antidemocrático. Lo democrático, imagino, es el rifle del guerrillero: facilita mucho cualquier elección, y funciona igual en manos de un marqués y de un repartidor de Tele Pizza.
Dice el Evangelio que quien es fiel en lo poco es fiel en lo mucho, pero la izquierda de hoy prefiere quedarse en el atrezzo y tratar de que el hábito haga al monje, al menos a la vista de los otros.
En realidad, ponerse un frac para una gala es un signo de humildad y sacrificio. Uno no honra con el frac su persona, sino su cargo, que debe tener siempre mucho de carga, y eludiéndolo no se abaja, sino que desprecia la dignidad de los votos que le respaldan. Saltarse el protocolo es el protocolo de los demagogos.
El frac es la negación del yo, en el sentido de que es un uniforme. Ir con frac al fútbol puede ser una excentricidad, un modo de llamar la atención. Pero ir con frac a una cena de frac es anonadarse, hacerse uno más, formar con los otros. Nadie en su sano juicio se alegra de tener que llevar frac; es un fastidio que se conlleva como un deber. Una camiseta de Desatranques Jaén es siempre más cómoda.
Sobre todo, siempre es más fácil renunciar al frac que a las sinecuras reales de ser élite. Si Petro quiere acercarse al pueblo, lo tiene fácil: que renuncie a la Casa de Nariño. Pero no, mejor el frac.
Hay un punto ridículo, un divismo de izquierda exquisita, en renunciar al frac tan en voz alta, que se vea bien el no-frac. Es un modo de alcanzar la igualdad revolucionaria por lo barato.
Es, también, un modo de acabar con el simbolismo sartorial, de difuminar, de imponer también en esto ese gris sucio que parece extenderse sobre todo para que todo se confunda. De poder elegir, yo tampoco vestiría a Petro con un frac. Le vestiría, a él y a todos los políticos que nos ha traído donde estamos, con un hábito de vil sayal, una cuerda al cuello y ceniza en la cabeza.