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La maldición

La maldición

Sorprende el contraste entre la deslealtad que impera entre los políticos y la fidelidad pétrea de sus votantes. Leída en los libros de Historia, la devotio hispanica que tanto asombró a los romanos y por la que los íberos se suicidaban al morir su caudillo, puede parecer admirable, pero vista de cerca, a pie de urna, resulta más bien exasperante.

El español se casa de niño con su club de fútbol, el mismo cuya camiseta le compraron quizá sus padres, y puede decir pestes de él, pero no dejará de apoyarle aunque todo en él cambie, aunque acabe siendo propiedad de un jeque árabe o un oligarca ruso. Es el nombre y los colores, es la piedad filial, a veces, de conservar como herencia paterna el legado de un entusiasmo.

Creo que todos conocemos casos. En el mío, alguien con quien trato casi a diario, que saca a Sánchez a tiempo y a destiempo en cada conversación para acordarse de sus muertos, y no en un sentido piadoso. Dice pestes del gobierno venga o no a cuento, no hay medida nueva que no critique con un colorido lenguaje, y pinta a todo el ejecutivo, del primero al último, con los más oscuros colores. Oyéndole hablar de lo concreto, uno pensaría que está muy a la derecha de Vox.

Pero votará PSOE. Es su partido, como España es su país. Es lo que votó desde que tuvo edad para hacerlo, lo que votaron siempre sus padres, como en una maldición heredada.

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